jueves, 14 de agosto de 2014

Sólo podía mirar al suelo, las piedras que brillaban la lona de la cuesta que bajaba en diagonal, casi un giro, casi un suspiro de la ciudad donde construían los gigantes.
Sólo miraba al suelo y las bicis los monociclos los dos o tres taxistas que se atrevían a subir hasta allí me atravesaban como al viento que se lleva los granos de la adolescencia, pero el tiempo es duración (dijeron las voces que me cogían a veces de la mano), el tiempo mea bourbon escocés (dijo ella) y yo no dije nada porque las palabras se me velan si no las veo en el fondo de un mar transparente y aquello sólo eran piedras o mis dedos que seguían bajando por la cuesta milenaria, piedras que brillaban en diagonal, lascas deslizantes de millones de pies y trasiegos borrachines, pedruscos redondeados que se me clavaban en la planta como si no fuese ese el mundo por donde iba caminando, desde muy lejos, todo, mis ojos, en la puerta de un jardín que se ocultaba entre las nubes, viendo las manchas de su vestido que sacudía un poco por delante de mí; mis dedos, desde arriba del monte sacro que oteaba la ciudad, alargándose para tomar su codo que se erguía como un pedestal entre las zarzas y farolas y las puertas del camino; mi ombligo, tan cerca del aire y tan fuera de toda la casualidad que se seguía entre las piedras, intentando asir el hueco donde ella era cóncava y el puesto era convexo para que lo pudiese ocupar, pero al final, verbigracia!, las piedras se traicionaron de la misma forma que la basura siempre apesta en una esquina y una roca resaltante con chicle adosado en la punta se apoyó sobre mis labios y empujó mi pie estéril y mis dedos se torcieron y todo lo que tuve que hacer fue gritar, ay que me caigo! justo cuando sus dedos se acercaban casi a punto y su mirada se giraba hacia mí como la más grande de las niñas pequeñas que juegan en los parques, justo cuando sus tobillos sonreían para jamás y el tiempo se zambullía entre sus piernas sudorosas.
Zas!
Así fue el abrazo a un milímetro de la muerte, de las nubes y el aire de la distancia final-inabarcable. Ella sudaba por detrás de las rodillas y le temblaban los labios con un que te mareas chavalín, pero por mucho que conociese el miedo, por mucho que las flores fuesen su nombre entre las nieves tragaldabas, sus orejas eran grandes y succionaban el viento alrededor y de entre sus pechos, aullando, salían los coyotes que esparcían la gracia de un pezón y correteaban por las calles y las aceras llenas de repartidores de pizza somnolientos. Las piedras sólo eran burbujas donde sus dedos me sujetaban y el final de la cuesta se veía por fin en un recodo del zigzag.
Allí estaba el Gordo, con sus capas adosadas una encima de otra en el sudor pegajoso que lo unía en un todo balancín, bamboleándose de aquí para allá como si un borracho intentase bailar consigo mismo al espejo y muy despacio, en cada transpiración de cada salchicha que salía por su cuerpo, ponía las mesas de plástico frente a la plaza sin dejar de fumar un cigarrillo que parecía eterna ceniza humeante a punto de caer. Justo cuando nos sentamos aparecieron las cervezas y justo cuando bebimos se me ocurrió el azar, el mar transparente en el que residía un segundo de cada vida que era el suficiente se abría en una franja con la palabra de un canto nuevo, quizá.
Yo soy el conde (dijeron las voces).
Tú eres la cumbia, mulata.
Pues ponme otro botellín (y sonreía con las manos abiertas y las cejas apretadas hacia mí), pero el conde de qué?
El de la verruga amarilla.
De la falda escocesa.
De la liebre que vuela mirando hacia atrás.
El del asiento ocupado.
O el del monte más cercano.