Comíamos sobre un puente.
Comíamos y bebíamos y dormíamos sobre un puente.
Pero en realidad flotábamos, en realidad las notas que tocaban (casi solos, casi como en un encantamiento) nuestros instrumentos y nuestras voces y nuestras panderetas y chismes varios a veces sacados de la basura, parecían perdurar, y cada nota perduraba posándose, capa sobre capa, en cada una de las piedras del puente. Es difícil decir cuánto tocábamos, cuándo tocábamos y cuándo descansábamos subidos a una baranda, balanceándonos sobre un río que parecía contener toda posibilidad remota que el puente nos iba a ofrecer, es difícil decirlo porque a veces no hablábamos (y podían ser horas) y creo que en realidad mirábamos las notas, como plumas, las notas, como abetos, las notas, como escarcha que crecía entre las junturas, en los bordes, como una membrana que parecía separar la realidad y abrir un hueco, un diminuto orificio, por donde podíamos mirar (y mirábamos) el mundo que las notas nos abrían. En ese mundo había galgos corriendo libres por un campo de asteroides, entre ramas bajas que saltaban y esquivaban, tan ágiles, tan estéticos cuando se cruzaban con una liebre y la observaban seguir en otra dirección que en realidad te dabas cuenta de que no corrían para atrapar algo, que corrían porque sí, y en ese correr parecía desarrollarse toda la voluntad que sus piernas y sus lenguas agitadas esperaban del momento, de ese tan esbelto y diminuto acontecimiento. Quizá por eso corren, tan sólo por moverse, tan sólo por ser, susurraba alguien, un oboe, un saxo alto quizá, apoyados nuestros cuerpos en las piedras, y había veces que nuestros ojos chispeaban y nos dábamos cuenta de que una madre y sus tres hijos aplaudían una canción oscura y flamenca que nuestras manos habían preparado sin pensar, y veíamos un estuche abierto que contenía monedas y otras cosas extrañas que los galgos parecían dejar a su paso: encontramos sellos antiguos de una carta de amor, tornillos que una vez sirvieron para armar las mesas de un convento, pañuelos de seda que olían a azafrán, la punta de una coliflor que un niño dejó en su camino, una caja llena de hormigas que miraban sin pestañear.
Hubo un momento en que el hueco se hizo enorme, ese hueco por donde podíamos ver, observar algo que era incomprensible y al mismo tiempo tan común y cotidiano para nuestras cabezas llenas y vacías de notas sincopadas: un hueco enorme, sin galgos, sin campos de maíz, otro mundo donde sólo una mano enorme se agitaba en el aire, tocando cuerdas y notas sostenidas, en un paisaje oscuro, vacío de toda luz salvo la que las uñas pálidas emanaban al tocar un acorde de do menor, con los tendones arqueados y los nudillos que parecían cordilleras nevadas en las puntas. Todos vimos la mano, eso seguro, y en ese instante dejamos de tocar. Quizá para eso habíamos ido y todos teníamos sonrisas que nos cruzaban los brazos y nos erizaban los pezones.
Recogimos despacio los instrumentos, la liturgia del después, los paños que limpiaban las cornetas, las zapatillas en cada clave, las cañas de mascar. Recogimos cada moneda que personas invisibles nos habían echado. No las contamos, las dividimos al azar. Salvo las pequeñas, los centimillos que quedaban como motas de nieve que nuestras manos apretaban, un último tacto, una última presión, justo antes de soltarlas en ofrenda y esparcirlas sobre la piedra.
El puente nos ha dado, ahora nos toca a nosotros devolver.
Y mientras caminábamos alejándonos todavía se escuchaba a lo lejos el tintineo de los centimillos rebotando sobre las piedras del puente, con un sonido metálico y agudo que se aunaba en las notas, en cada capa, produciendo una armonía de instrumentos sin fin, como si esa mano gigante tocase al mismo tiempo las cuerdas inmortales de nuestros cuerpos y un piano invisible que temblaba en el borde del puente, entre dos mundos.
Comíamos y bebíamos y dormíamos sobre un puente.
Pero en realidad flotábamos, en realidad las notas que tocaban (casi solos, casi como en un encantamiento) nuestros instrumentos y nuestras voces y nuestras panderetas y chismes varios a veces sacados de la basura, parecían perdurar, y cada nota perduraba posándose, capa sobre capa, en cada una de las piedras del puente. Es difícil decir cuánto tocábamos, cuándo tocábamos y cuándo descansábamos subidos a una baranda, balanceándonos sobre un río que parecía contener toda posibilidad remota que el puente nos iba a ofrecer, es difícil decirlo porque a veces no hablábamos (y podían ser horas) y creo que en realidad mirábamos las notas, como plumas, las notas, como abetos, las notas, como escarcha que crecía entre las junturas, en los bordes, como una membrana que parecía separar la realidad y abrir un hueco, un diminuto orificio, por donde podíamos mirar (y mirábamos) el mundo que las notas nos abrían. En ese mundo había galgos corriendo libres por un campo de asteroides, entre ramas bajas que saltaban y esquivaban, tan ágiles, tan estéticos cuando se cruzaban con una liebre y la observaban seguir en otra dirección que en realidad te dabas cuenta de que no corrían para atrapar algo, que corrían porque sí, y en ese correr parecía desarrollarse toda la voluntad que sus piernas y sus lenguas agitadas esperaban del momento, de ese tan esbelto y diminuto acontecimiento. Quizá por eso corren, tan sólo por moverse, tan sólo por ser, susurraba alguien, un oboe, un saxo alto quizá, apoyados nuestros cuerpos en las piedras, y había veces que nuestros ojos chispeaban y nos dábamos cuenta de que una madre y sus tres hijos aplaudían una canción oscura y flamenca que nuestras manos habían preparado sin pensar, y veíamos un estuche abierto que contenía monedas y otras cosas extrañas que los galgos parecían dejar a su paso: encontramos sellos antiguos de una carta de amor, tornillos que una vez sirvieron para armar las mesas de un convento, pañuelos de seda que olían a azafrán, la punta de una coliflor que un niño dejó en su camino, una caja llena de hormigas que miraban sin pestañear.
Hubo un momento en que el hueco se hizo enorme, ese hueco por donde podíamos ver, observar algo que era incomprensible y al mismo tiempo tan común y cotidiano para nuestras cabezas llenas y vacías de notas sincopadas: un hueco enorme, sin galgos, sin campos de maíz, otro mundo donde sólo una mano enorme se agitaba en el aire, tocando cuerdas y notas sostenidas, en un paisaje oscuro, vacío de toda luz salvo la que las uñas pálidas emanaban al tocar un acorde de do menor, con los tendones arqueados y los nudillos que parecían cordilleras nevadas en las puntas. Todos vimos la mano, eso seguro, y en ese instante dejamos de tocar. Quizá para eso habíamos ido y todos teníamos sonrisas que nos cruzaban los brazos y nos erizaban los pezones.
Recogimos despacio los instrumentos, la liturgia del después, los paños que limpiaban las cornetas, las zapatillas en cada clave, las cañas de mascar. Recogimos cada moneda que personas invisibles nos habían echado. No las contamos, las dividimos al azar. Salvo las pequeñas, los centimillos que quedaban como motas de nieve que nuestras manos apretaban, un último tacto, una última presión, justo antes de soltarlas en ofrenda y esparcirlas sobre la piedra.
El puente nos ha dado, ahora nos toca a nosotros devolver.
Y mientras caminábamos alejándonos todavía se escuchaba a lo lejos el tintineo de los centimillos rebotando sobre las piedras del puente, con un sonido metálico y agudo que se aunaba en las notas, en cada capa, produciendo una armonía de instrumentos sin fin, como si esa mano gigante tocase al mismo tiempo las cuerdas inmortales de nuestros cuerpos y un piano invisible que temblaba en el borde del puente, entre dos mundos.