lunes, 1 de diciembre de 2014

Me chifla eso de abandonar, en serio, abandono todo lo que puedo. Desde ancianas en silla de ruedas a mitad de un paso de cebra hasta gatitos siameses entre las ramas de uno de los bosques del norte. Abandono media letra a medio gozar para salir corriendo con gestos de payaso por la ventana y abandono amigos que fueron piel por eso de que la piel también se cae. Abandono mis dietas y algunos supermercados, manifestaciones cívicas de alta concentración juvenil, correccionales, tiendas de videojuegos y salas de fiesta e incluso abandono trabajos siempre con la misma sonrisa de satisfacción cuando le presento al jefe mi abandono y él responde, ¿qué?, abandono, ¿qué?, abandono, y su cara se hincha y sus cejas son carreteras llenas de baches y hay, estoy seguro, un osito de peluche que crece como un zepelín dentro de su corbata, o en realidad, dentro de la de todos. Un osito de peluche con ojos de lentejuelas y una manita al aire que dice, ¡soy yo!, ¡soy yo!, ¡miradme qué suave y bueno soy!, pero cuando alguien suelta un abandono, al osito de peluche se le cae la lentejuela de entre las piernas y suelta obscenidades como cobayas de mala hostia.
Puedo abandonar lo que me pidas, resultados científicos o metonimias espaciales, pero todavía soy incapaz de abandonar a la materia. Qué puedo decir, no se me da bien con esa furcia. Me intento cortar un dedo (sólo por probar) y mi mano izquierda siempre falla, a posta, seguro, con una sonrisa inversa que me da desde ahí abajo, socarrona y falta de sentido. A veces incluso me tiemblan las piernas cuando trato con algún macarra, bien pagado, que enhebra un cuchillo islandés en todo lo alto a punto de cercenar la mano de mi brazo. Claro, en el último momento le digo que pare, por eso de poder seguir tocando carne cuando apetezca, y un instante después lo pienso mejor (maldita carne) y el macarra ya se ha ido, caminando como un zancudo, con un par de billetes sonrojados que le harán las fiestas del mañana. Puedo abandonarme a hoy, puedo abandonar el ayer: el tiempo me trae sin cuidado porque en él todo se eleva y se abstrae y todo se convierte en una pelusa que flota en el aire, una pelusilla que puedes barrer, o no, que puedes aspirar, o no, y en general, si quiero abandonar un mañana, me tiro a la bartola en el sofá de un hotel hasta que los guardias me dicen que las piernas huelen a chamusquina y que tengo que pagar la consumición. ¡Otra vez la maldita furcia viniendo a tocarlas! En serio, a veces intento no pensar en ella, a veces trato de que mis manos no toquen, no palpen, no ensucien el ocaso de ese día con un pedazo de teta o un pedazo de pastel de puerros, pero en cuanto las meto en un bolsillo, bien encadenadas, me doy cuenta de que ahí vuelven otra vez y la tela de los pantalones no es otra que la misma ella con otro disfraz: escondida, diminuta o gigante, presta a jugármela vil entre caballos pardos y bolsas de basura.
Si os digo la verdad, hay una imagen muy clara de ella: es una estatua enorme, como el coloso de Rodas, pero de verdad, con sus pálpitos y sus poros en la piel, con su respiración entrecortada y sus pezones erectos sonrosados y deliciosos y el ombligo que es el hueco de la verdad, ¡ahí podría esconderme para siempre! Es una estatua gigante, viva, con las piernas bien abiertas que cubren un campo de maíz infinito, y bajo sus piernas, bajo el hueco donde podría vivir, sólo un pequeño abeto que no crece ni crecerá jamás, un abeto lánguido que clama y que llora y que a veces juega, creo que por aburrimiento, a lanzar pececillos hacia la mata de pelos que cubren la albóndiga, ahí arriba, demasiado lejos para atinar. Siempre pienso en ella, en esa estatua, cuando agarro el cuchillo islandés y alargo el dedo índice sobre la encimera. Pienso en ella y me digo: no la abandones, no seas tonto, sólo trata de colarte entre sus tetas y duerme ahí, ya verás que gustito; no la abandones, si total, en algún momento tendrás que quedarte con algo. Y cuando me digo eso estoy radiante, sonrío con todos los pelos de la barba y el cuchillo islandés lo devuelvo a su patria por correo que bien caro me costó (maldita materia). Pero he aquí lo imposible: nunca la puedes dejar, nunca la puedes tener del todo. Cuando escalas por sus piernas siempre resbalas de lo suaves que son, cuando duermes entre sus dedos gordos, ella suelta una patada y te sacude hasta el sueño, y cuando te alejas, caminando por el maíz, ceñudo y consternado, ella te llama con un silbido sigiloso para que lo vuelvas a intentar, y te guiña un ojo, desde ahí arriba, preciosa y radiante, inalcanzable, incomprensible, imposible de dejar.

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