sábado, 29 de agosto de 2015

Atravieso un parque, atravieso un bosque. La súbita dualidad. Por primera vez en varios días no hay luz, y el bosque es oscuridad, y la oscuridad es clara y fresca entre las ramas. Siento la luna en el fondo de mi piel, salpicando. Siento el aliento de una cordero en la maleza, su lenta respiración, su suave masticado.
Atravieso el bosque, pero es el sonido de un río el que viene de lejos, al final. Las piedras y guijarros que llevan mis dedos, que llevarán las aguas, en un cauce, en un destino. Pero de las dos orillas, cuál de las dos cruzar. Cruzar al otro lado. Las suaves lianas, las suaves melenas que intuyo; el duro abeto que me apoya ahora, cuando enciendo un cigarrillo y observo el cauce que llega. El agua no es turbulenta, el agua nunca puede ser más que lo que es: un metal precioso, al fondo, el ungüento de cada sueño, en la frente, una señal en medio del desierto. El agua no es turbulenta, pero, cuál de las dos orillas ostenta la pasión. El duro abeto que me apoya, no habla, y el cordero ha seguido los pasos, murmurando, su respiración, por detrás de mí. Espera para observar, observar en la espera. Cruzar es el problema, siempre lo ha sido. Antes de atravesar parques que eran bosques, recuerdo, nunca quería cruzar los ríos, ni siquiera los charcos, ni siquiera las pantallas de televisión. Permanecía contemplando, como ahora, las manos que desde la otra orilla saludaban, bañadores y alpargatas que saltan y se escinden, mosquitos que saludan a la luz. Pero ahora, por primera vez en varios días, no hay luz, y por eso respiro desde el beso, y por eso aspiro en la mano, y exhalo la pluma que un papagayo dejó caer sobre mi almohada. Esa es la realidad, es lo único que puedo repetirme, recordando las manos que saludaban desde la otra orilla cuando no me decidía a cruzar, esa es la realidad. La pluma. La mano llena de culebras que se entrelazan hasta el centro de su propio corazón. El beso que se abre y se extiende como un túnel hacia las ocultas profundidades. (mientras, en silencio, el cordero se ha apoyado al otro lado del duro abeto y ahora duerme, convencido, sabiendo que no será hoy el día que me vea cruzar)
Atravieso un parque, atravieso un bosque. La súbita dualidad. Por primera vez en varios días abro los ojos, y no hay luz, y la oscuridad es una siesta, y siento el agua que corre por mis pies. El cordero me observa desde el otro lado, desde cuál. Él es el testigo, entre la maleza, sus ojos, la convicción. Mis piernas son las piernas de un gigante, mi espalda es un abeto que crece entre medias del río, todo el bosque, todo el sonido, se cierra y se abre. Respiro, y la hierba vive. Respiro, y la luz vuelve a caer. Abro los ojos, me observo a mí mismo: cada pie en una orilla, cada mano que sujeta, entre medias, meando sobre el río, este es mi caudal. Una meada infinita.

domingo, 31 de mayo de 2015

Las manos se entrelazan, el olor nace de una silla donde los dos se sientan, uno sobre el otro sobre el uno sobre los dos, un abrazo donde el aroma de sus cabellos se mezcla pero, dime, ¿cómo ser el otro? No es un juego, no es un pilar, es algo parecido a un sonido o a esa armonía que dos instrumentos hacen vibrar, lejos de ellos, muy cerca.
Dime, ¿cómo recorrer el camino perdido?
Las manos se entrelazan, el olor se esparce desde la silla y ahora descubro sus cuerpos desnudos, su piel voluntad, los pianos que tocaban desde pequeños en la calle de una sinrazón aparente que los llevaba hacia ¿dónde?, un camino que acaba o que empiece en esa silla no puede conducir más que a su propia brecha, su propio comienzo y final. Quizá por eso se entrelazan como gatos arrebujados en el seno de un parto, ellos, que acaban de nacer para el otro, ¿es eso entrar?
No hay recuerdo porque el movimiento es sólo acción, pero qué manos se abren para dejar pasar. La mirada no es un camino, por mucho que abran sus ojos a pocos milímetros el uno del otro y sientan que la piel se quema por debajo, que no hay nada más profundo que la superficie de sus dedos rozando los labios.
Quizá, el olor que nace de una silla donde los dos se sientan, un olor que se esparce y crece como la mata de hierbabuena que inunda el salón, hacia el cielo donde los cometas, hacia Berenice la constelación un lugar donde las lenguas son camiones, una carretera de cisnes y caballos que galopan en el viento de una superficie que se engarza, al final, una carretera y la cabaña en el bosque que la guarda, donde en la silla desaparecen los cuerpos porque el aroma, quizá, es el sabor que se mezcla en una única solución.

domingo, 10 de mayo de 2015

¿Conoces el camino a Truxia?
Tuerce a la izquierda en el cruce de palabras. Entra en la frutería para aspirar el olor de los tomates que crecen en los niños, una puerta trasera que abre la plaza, llena de nubes, y si te sientes perdida sólo tienes que dejarte llevar, flotar sobre las terrazas de agua, palpar con los dedos en el aire, sus líneas que surcan y te llevan hasta las puertas de la ciudadela: los guardias son amables allí, llevan casacas doradas y sables gigantes con dientes de mamut, pero no les preguntes: ellos sólo hablan del revés y sus palabras se tuercen y caen siempre al suelo como si fuesen trozos de metal. En las calles, los gatos bailan con sus ukeleles y las mujeres que pasan al mirar sueltan sus monedas para que puedan lamer de sus platitos de leche y miel. En Truxia, las mujeres se pintan de azul sus cuellos y caminan con los escotes como sonrisas. Hay un parque inmenso donde las sandalias cuelgan como frutos de los árboles, un lago donde los barcos son de papel, una isla y su palacio de cristal, lleno de triángulos isósceles.
Puede parecer difícil al principio. 
Hay que concentrarse. 
Hay que aprender a olvidar. 
Cerrar los ojos para empezar a ver. 
A mí me pasó por la noche, cuando todos bebíamos con las jarras del revés. Las mesas eran enormes como barcos y las camareras traían ocho jarras en cada brazo, salpicando, desparramando alegrías cuando se inclinaban sobre la mesa y en sus escotes podías ver los dibujos que los niños pintaban con acuarelas al otro lado de la barra. Bebimos de un trago la cerveza. Y el truco era este: cuando la cerveza se terminaba, ponías la jarra del revés y volvías a beber el líquido del otro lado. Sabroso. Gélido. Claro, había que aguantar el ardor del primer intento, y Eric se desplomó sobre la mesa y empezó a roncar. De alguna forma, todos miramos sus ronquidos, como hilos de seda que salían de sí e iban a enlazarse con el sonido de la banda que, allá al fondo, empezaba a tocar un vals improvisado de contrabajos y un laúd. Los ronquidos de Eric llevaban el compás, y la banda tocaba por encima como si caminase sobre cada una de sus respiraciones. 
El segundo en caer fue César, y luego Agustín, y al final sólo quedábamos dos en una mesa llena de marineros aplastados y cigarrillos que se apagaban en la madera. No había otra más. ¡Ronda! ¿Cuándo terminaríamos de beber? La camarera volvió con tres jarras enormes. Dos para nosotros, una para ella y su final de turno, y en su escote estaba escrito el poema del viento que siempre intento recitar por las mañanas y que, normalmente, se me escapa de entre los labios y sale por la ventana para perderse por las calles de la ciudad. El poema del viento estaba allí, entre sus tetas, al menos sus primeros versos (canción canción, canción que guardas secretos) porque la estrofa final se escondía debajo del último botón de su camisa y ella sonreía, claro, sabiendo que lo que se esconde es lo que hay que recoger con los labios, bebiendo de ese otro manantial. Alzamos las jarras, los tres, y las jarras chocaron en el aire, salpicando palabras que caían como gotas sobre la mesa y aullaban animando el solo de un contrabajo que aporreaba cerca de las puertas del baño. Ella nos miró, la camarera, bebiendo el último sorbo del revés, inclinando la boca hacia los labios que esperaban, cuando cerré los ojos y al abrirlos, ella ya no estaba allí. Y el otro tampoco. ¿Quién me había acompañado en el último trago? No recordaba su nombre. A lo mejor había estado solo, a lo mejor el otro se había fugado con las palabras de entre sus tetas y ahora las estaría arrancando para leer su final, para saborearlo como un postre lleno de fresas y azúcar.
De verdad, era todo un poco confuso. La banda hacía su descanso y los ronquidos de Eric también. Sentía las mejillas llenas de tomates, hinchadas, como si en cualquier momento fuesen a crecer brotes y enredaderas de entre los poros de mi piel y pudiese sacar de allí alguna semilla para plantar más tarde. Pensé, necesito frío, claridad. No. Ese es el problema, en realidad necesitaba caminar despacio hacia el baño, esquivando otras mesas, sorteando instrumentos de otras bandas que se amontonaban en el suelo, esperando a que saliesen de las parejas los tornos, esperando a que el laúd terminase de mear, esperando a que el espejo del baño se empañase con mi aliento, cuando descubrí las letras ahí escritas que algún dedo sinuoso había dejado como un recado, para mí, para cualquiera.

Canción canción
canción que guardas secretos,
hincha la vela en tus pezones
suelta el grito de libertad.
Ahora,
en un momento,
la tierra al otro lado del agua
aparece la ciudad y en su nombre,
Truxia,
bebe de mis carnes.
  
Cuando salí del baño todo era una sonrisa. Qué otra cosa podía ser. El bar se había vaciado de instrumentos y de mesas. Los gatos se habían subido a la barra y observaban el sonido de mis pasos. En el centro, ella parecía esperarme. Sus palabras desenfocadas en el escote, inservibles ya. Su cuello pintado de azul. Su sonrisa abierta, gigante, como un túnel al que me acercaba despacio, un poco temeroso, pisando suavemente no fuese a caer. Una sonrisa que se abrió del todo cuando estuve a punto de rozar, la boca de una ballena azul, tragándome, en negro al principio, oscuro, revolcado entre las aguas, salpicando arbustos y algas que se me enredaban entre las manos, yendo a caer al borde de la playa donde, con sus sombrillas y sus sables de mamut, los guardias esperaban para darme la bienvenida: una jarra de bronce donde el líquido nunca se puede terminar.
Lo primero fue beber (no hay nada más rico). Lo segundo, intercambiar palabras con mis manos para reconocer que el sitio era también para ellas. Lo tercero, ahora sí, fue pensar en ti, quienquiera que seas. Sentir que ese sitio te pertenecía de la misma forma, que también había un lugar para tus manos y tus miedos, para tus sonrisas llenas de tomates, para las palabras que a ti también se te escapan por una ventana cuando, cada mañana, intentas recitar al viento y la ciudad se lo queda para sí.
Sí. Las palabras son un mapa lleno de aire. Un dibujo salpicado sobre tu piel. Ellas conocen el camino, pero hay que dejarlas respirar. Tuerce a la izquierda en el cruce, una puerta trasera, aspira el olor. Claro que sabes el camino a Truxia. Empieza cerrando los ojos.

viernes, 3 de abril de 2015

Cuántas veces pensé en ese cordero que se detenía arriba de un campanario, observando las motas de hombres que se deshacían ahí abajo, observando los charcos de abrigos y camisetas y calzoncillos que caían desde las nubes donde todos se desnudan. Pensé en ese cordero porque quería ser así, un observador desde la punta de un campanario, simplemente apuntando a granel la historia que pasaba por delante, las plumas que flotan cayendo levemente desde las manos de guantes serenos que miman todo el follón. Quién era el cordero sino un ojo, una lente que acopiaba los reflejos, que podía decir: ella salió de entre las ramas de un capó, ella cuyos ojos se abrían para el mundo, de pronto, viéndole caminar como un saltamontes averiado por entre los coches, ella que le siguió por la calle, tendiendo sus dos piernas para que apoyase todo el dolor, un dolor que se compartía, un dolor que se enyesaba como en lo alto de un andamio donde la obra siempre está a medio empezar. Un ojo que podía decir: él se escurrió como un riachuelo de heridas, él apareció en mitad del parque para terminar todas las latas de cerveza, él aplastó las piedras contra la luna, gritando con los labios cerrados, esperando que algo sucediese como un árbol puede acontecer, cuando la vio, como un reflejo en el lago del parque, bailando con el fuego que giraba desde sus manos, entre sus dedos pequeños de mantequilla y aguarrás, un fuego que iluminaba sus ojos enormes y ligeramente caídos que le daban el aspecto de un payaso triste que no puede dejar de sonreír. Un ojo que podía decir: ella sintió la brisa en una mano, ella sintió que todo podía correr como un galgo que se pierde a toda luz por el desierto, ella vio sus manos que apretaban las hojas de una parra y supo que el galgo se perdería y que el galgo acabaría tendido a la busca de un oasis que nunca existe y que el galgo yacería hincando sus pulmones en una última lluvia de estrellas, pero supo que sería un galgo que había visto al último mohicano danzar entre las balas, supo que sería un galgo como no podía ser de otra forma y por eso ella se acercó y apretó a su lado las hojas de una parra con la que todo podía comenzar.

Cuántas veces pensé en el cordero, intentando levantar los papeles para llegar hasta esa punta del campanario desde donde pudiese ver. Cuántas veces repetí esa palabra, ver ver ver. Nunca pensé que la palabra cambiase, desde mí, y se convirtiese en, hacer hacer hacer. Nunca imaginé que el cordero podría ser atravesado por el tronco de un sauce, por la punta de un buque varado en alta mar, por la astilla más fina de los bordes de una piragua. Las moscas hacen ahora su trabajo. Las voces hacen la canción de la palabrería. Mis manos hacen ahora lo único que aprendieron, intentando trepar por una pared lisa donde ya no se esconde la atalaya de observación sino la cárcel de un secreto: cómo rozar sus manos en la hoja de parra sin que todo desaparezca.

Cuántas veces pensé, y ahora sólo pienso en el desierto para zambullirme entre sus pecas, muy dentro de sus ojos, en la arena de sus carnes, esperando todas esas balas que se lancen contra mí.

martes, 31 de marzo de 2015

Soy una maravillosa herida que se abre para sangrar, ese liquido que alimenta a los muertos y a nuestros ancestros y solo puede tener un nombre de inconfundible sabor marino.
Soy ese líquido que empapa mis entrañas de un extraño furor, vivo y cristalino, que encoge solo cuando en una confidencia a mis hermanos, hablo de él.
Porque es un secreto que cualquiera esconde, una mirada llena de matices calcedonios, una gigantesca cúpula de cristal bajo la cual se alzan los arboles mas grandes de la primavera.
Soy un microbio inundado de sal de baño, soy esa herida en el mundo, el único percusionista de una banda de jazz que clama por las calles la vuelta de cada flor para cada dama.
Soy una maravillosa herida que se abre para sangrar. Y una vez abierta, nunca para.

lunes, 30 de marzo de 2015

Soy un lobo que camina entre higos aplastados, por un campo de remolachas que se extiende hasta el sacromonte, rodeado de árboles en fila que parecen todos ellos magullados por un viento que en realidad, ha tiempo murió.
Soy un lobo con el peso del amor en mis mejillas, abriendo camino tan sólo por caminar, quizá, para olvidarme de que hay otros que también existen, quizá, para encontrar un vaso de plata donde sus mejillas reflejen, a lo lejos, colgando de una estrella, hablando de luciérnagas con una luna que no deja de bostezar. Todas sus sonrisas. Todos sus piñones. Todo el calor que se encendía en sus mofletes, como los yunques que preparaban la espada que me cortó en dos, cuando abría sus carrillos para sonreírme, a punto de susurrar cualquier nimiedad.
No sé por qué camino. No sé por qué digo que son remolachas los sombreros de esta otra gente que me roza (tan sólo el hombro, tan sólo el dedo meñique que siempre se me escapa, rebelde, hacia otro lugar), los árboles estas farolas de gas que apenas parpadean, los higos. Los higos son todo lo que pueden ser, pero no son nada sin sus sombras, en esta ciudad donde cada hombre lleva el peso del mundo en sus hombros, algunos en mochilas, otros colgando como trenzas que se alargan, otros tantos como yo, escondidas sus toneladas de amor bajo capas de piel y mejillas que siempre vuelven y siempre resisten.
Nadie se ve y quizá por eso me detengo. Tengo que parar para coger aire en esta bomba que se hincha y se abre muy dentro (muy abajo), y me detengo, frente a los espejos de una casa que siempre parece del revés. Nadie se mira en sus espejos, quizá, porque todos comprenden que el reflejo será siempre más valioso, más profundo, indudablemente más bello, pero un reflejo al otro lado: inalcanzable objeto de deseo lleno de dolor. Un reflejo que me mira y pestañea cuando cierro los ojos; un reflejo que alarga su fino dedo de mermelada y pastel que no puedo probar; un reflejo que cierra sus contornos cuando yo abro los míos, y camina, camina suavemente (casi bailando) por el resto de espejos que se enredan como la hiedra en la fachada de esta casa puesta del revés. No puedo seguirla hasta donde me llevan sus pasos. Es imposible, es inmaterial. El otro no existe más allá de esa puerta, y cierro los ojos abriendo el dintel, abriéndome paso por el basurero que, en el interior, muestran sus paredes.
Ella no puede existir aquí dentro. Sólo existen sillas mahometanas con los cojines manchados de sangre, una mesa de alabastros partidos y maderas rotas que ya no sostienen, dos cuadros que se tuercen llenos de orzuelos en la pared, un candelabro que, seguramente, iluminó en otro tiempo a todos los niños perdidos que se arrejuntaban aquí en torno al fuego, contando historias llenas de silencio en las noches más especiales que nadie podía compartir. Pero recorro las habitaciones, los muebles destrozados, las camas cuyo dosel se vino abajo por el peso de un polvo que nadie podía remediar, las ventanas tapiadas tras esos espejos que, ahora lo sé, se quedan afuera para envolver lo que aquí nadie debería ser dado a ver. Porque en la muerte, los otros se esparcen y desaparecen como el agua se esparce por una superficie de coral. Y sólo quedan trastos irremediablemente llenos, este vaso de plata que ahora sostengo frente a mí, sin líquido alguno ni ambarino, nada más que el aire o las partículas que lo sostengan, irremediablemente inservible, lleno para siempre de la última mano que lo bebió, sin ningún otro reflejo que mostrar. Ella no puede existir entre estas paredes y ni siquiera sé si ya la busco, si estudio sus pestañas que sé perdidas, muy cerca, en alguna bocacalle o escalera, sentada en su interior, seguramente con una botella de vodka entre sus piernas delgadas que nunca dejaban de sonreír.
No quiero más reflejos, no quiero más espejos donde mirarla evanescente, perdida, angosta entre los marcos que siempre pierden un milímetro de su figura al traspasar la imagen de uno a otro. No podría soportar otro reflejo, no esta noche. Y quizá por eso me detengo en la puerta, me hundo en la puerta, en la espera, de quedar, entre las paredes de la muerte, entre trastos rotos que se amontonan por los pasillos, de salir, entre farolas que humeen las mentiras y esos sombreros que apenas me rocen al pasar, un roce ya sin significado (tan remoto su sentido común), quizá, salir a esas calles, entre remolachas que se extiendan brillantes hasta el sacromonte, donde ella podrá tener su castillo y su baraja, jugando cada noche con miles de tipos que apuestan fuerte pero que nunca la intimidan. No, esa es su historia, esas son sus cartas. Todos tienen una. Detenido en la puerta, dentro de esta casa infame, me siento, me hundo en los techos de cada pared, me diluyo en esta hoja de porcelana que se escribe sola sin detenerse, desaparezco como el mundo, sin sollozos, como un sueño en el que la última imagen fueron sus cejas torcidas e irregulares, las únicas que vi así, las más bonitas que ningún reflejo pudo nunca haber dado.

viernes, 6 de marzo de 2015

Volver a un lugar donde todo está cargado.
Cada pared que pesa de azul, pequeña.
Cada estantería que contiene una mota en apariencia diminuta, minúscula,
arrojada a este suelo de moquetas duras y apaleadas donde solía tumbarme para soñar.
Te pido que me creas, porque sólo puedo contarlo para ti.
Observo cada mota, me tumbo, me esparzo, me deshago sobre esta moqueta para mirar de cerca lo que me dijiste: soy yo.
No, no puedes estar aquí pues no deseo nada más que el misterio.
Y esto no es, el lugar donde nacen los caballos ebrios y los monjes que esperan la palabra.
Esta no fue tu cuna ni tu caldero.
Cómo podría serlo, si las motas no se pueden mover, si te lo dije y no me creíste: las motas son diminutos yunques de hormigón que atraviesan el tiempo y se clavan entre nosotros.
Entre tus ojos,
siempre amarillos,
que me esperan junto a la brisa del mar, en aquel desfiladero.
Tu oleaje.
Tu tersa manta que me atraviesa en dos.
Tus piernas diminutas que parecen derretirse entre mis dedos de chocolate.
Me dijiste: búscame.
Y estoy aquí, tumbado sobre la moqueta para saber si soñé con este momento, si te soñé volviéndome a soñar.
Y espero,
espero,
pero sólo hay ruidos de alcantarillas, martillazos al atardecer,
y no apareces ni te muestras entre las sombras de una habitación que manchó de carmín mis venas.

No hay nada que agarrar, no hay asideros ni volcanes que escupan la sandalia en recompensa.
No: este no es lugar para volver, mi pequeña.
Este no es tu lugar sino un torbellino que algún loco pensó construir a su alrededor.
Estas son paredes de gloria antigua que me observan dejándome atrás.
Estas estanterías que recubren los ladrillos que alguien, una vez, osó pintar del color del mar.
Una lagartija que aparece y vuelve a desaparecer entre una mota.
Una mosca que algún día intenté seducir con palabras pluscuamperfectas y que yace aplastada, a mi lado.
Un animal que se pasea desnudo por los solares de mi habitación y se encarama a mi espalda aún tumbada.
Sí, pequeña, aún sigo aquí.
Porque esta es la trampa del destino.
Volver para arrastrarse.
Volver y que el peso te tumbe sobre una moqueta dura y apaleada de otros días ya pasados.
Que sólo me quede la imagen de tus ojos que me esperan junto a la brisa del mar.
Tu oleaje, entre las rocas.
Tus cortos mechones que me clavan en dos.
Tus brazos diminutos que parecen derretirse cuando los imagino levantándome, ahora, alzándome como un yoyó por encima del suelo y la moqueta.
Por eso te pido que me creas: sigo aquí,
y es imposible.

jueves, 5 de marzo de 2015


De verdad parecía que le salían alitas por la espalda.
Alitas diminutas, como si una mosca o una libélula que cuando la ves y la piensas dices, si ni siquiera mueve el aire para volar, porque claro, no necesitan nada para volar si ya de por sí vuelan, pero aquel hombre no tenía alitas de por sí: le salían. Y al principio era raro comprender (pensar) que le salían alitas de la espalda porque estaba sentado con los pies dentro del agua mirando el lago sin nada más que hacer que mirar el lago. Creo que no era que esperase nada, nada en particular, ni que estuviese matando el tiempo como suele decir mi madre cuando pone una peli y dice, vamos a matar el tiempo un rato. En realidad, creo que había algo en el lago que podía reconocer y como él no se daba cuenta de que le salían alitas en la espalda, todo era sencillo.
Podría ser que estuviese muerto aunque tampoco habría cambiado mucho su mirada sobre el lago y es que siempre me digo por las noches que estar muerto es como estar en un sueño larguísimo con esas imágenes que vienen y van y sólo puedes abrir la boca un poco y dejar que caiga la babilla así como en hilillo mientras esas imágenes te pasean por la hierba. Por eso no habría cambiado mucho, porque él miraba el lago y nada más, y también miraba el lago y todo más, vamos que creo que había una relación directa entre que el señor del sombrero mirase el lago de esa forma y que le saliesen esas alitas en la espalda que sólo yo veía (no porque sea especial, sino porque no había nadie más allí y yo acababa de comprarme un refresco en una máquina vieja y me lo tomaba despacio observando la espalda del hombre con sombrero que tenía los pies en el agua del lago).
Al final no pude evitar y me olvidé del refresco y supongo que quedó en una de esas mesas de madera que son como de picnic y que cuando no hay nadie parecen señales tráfico o señales de que hubo allí una guerra o una catástrofe o algo así, y por eso creo que me olvidé el refresco, porque me levanté despacio, muy muy despacio, como si tuviese miedo de que las alitas desapareciesen de la espalda del hombre si hacía algún ruido o algún movimiento brusco y me acerqué, lentamente. Las olí, u olí su espalda o la espalda-alitas que yo creo que venían a ser lo mismo y al olerlas era como si las tocase y las viese y todo a la vez y me di cuenta de que el hombre movía los pies dentro del agua con un ritmo muy constante como si allí debajo hubiese una bicicleta y él estuviese pedaleando para llegar a lo más profundo del lago, lo que era un poco extraño porque si pensaba en alas de libélula pensaba verle volar y si pensaba en los pies pedaleando pensaba en verle hundirse (también puede que sea lo mismo pero en diferentes planos). El problema es que me entraron ganas de olerle los pies para ver si olían como las alas y podía tocarlos y verlos sin tocarlos en realidad y, bueno, me incliné demasiado y el hombre pegó un respingo: el sombrero le cayó al agua y se le puso cara de enfado comprensible pero también una cara como si le hubiese pillado su madre a media faena de automanoseo, lo que me sorprendió un poco y enseguida me noté muy rojo como cuando me dicen qué dedos más monos y pensé en salir de allí o por lo menos disculparme pero en vez de eso le dije:
-Espero que haya encontrado al pez pájaro antes de.
Y él me interrumpió con los ojos como enredaderas que me iban cubriendo todo el rostro:
-Siempre. Un placer.
Y se tiró al agua creo que a buscar su sombrero, pero el sombrero seguía allí a pocos metros flotando y al hombre no se le veía por ningún lado. Por un segundo tuve un poco de miedo de que se fuese a ahogar pero luego comprendí (yo creo que sin pensar) que si tenía alas en su espalda también tendría branquias en los dedos y no los había visto por eso de fijarme todo el rato en su espalda y luego en sus ojos que eran verdes y enredaderas. Me sacudí, pero era raro, como si la piel fuese también musgo y no pudiese sacudirme del todo, así que seguí caminando bordeando el lago para ver si veía al hombre en algún momento.

No le vi, y tampoco sentí pena por él ni porque ya no estuviese allí, lo que sentí fueron unas ganas enormes de quedarme millones de horas de día y de noche mirando la superficie del lago, que se había vuelto plato, a ver si veía algún pez pájaro de repente, pero pensé en mi madre y pensé que le daría mucha pena no volver a pedirme que bajase la basura o que viésemos una peli tranquilamente después de una cena rica, así que seguí caminando y al final di la vuelta entera al lago y volví a casa.



lunes, 23 de febrero de 2015

No sé qué hacer cuando las fauces se abren
cuando los dedos señalan desde esa esquina oscura,
donde ellas sonríen con las piernas abiertas
y una espada de honestidad en sus carmines y coloretes,
un símbolo del son que son sus manos
indicando el camino donde todo puede pasar.

No sé qué hacer cuando el invierno acontece,
cuando se ocultan las señas
y el inventor de aquel barco se esparce por las marismas.
No sé qué fue de las alegrías cantadas por tango,
ni de esa pizza de corral que cogían sus dedos
(por las esquinas)
(por los bordes)
mirando desde su mundo, entreabriendo las fauces,
a punto de me masticar.

No sé qué hacer porque lo único que pienso es
que eso sería morir.
Y a veces pienso que diluirse es la opción,
pero en el fondo es lo mismo:
dejar que las fauces hagan su trabajo,
dejarlas avanzar desde su esquina oscura,
dejarlas que revienten la camisa de fuerza de una mente trabajada
(desde la niñez)
para construir el hormigón de este búnker,
dejarlas esparcir sus carmines y coloretes por todo un cuerpo
que se deshaga y se diluya y muera mientras muere
y ellas muerden.

Sí, dejarlas morder.
Aprender a escribir con nueve dedos.
Mañana, espero, serán ocho en la cuenta atrás.
Sólo para ellas y sus fauces de eterna busca
mi meñique, mi pulgar, mi ombligo.
Mostradme todo lo que acontece
en vuestra estrella de mar.