domingo, 10 de mayo de 2015

¿Conoces el camino a Truxia?
Tuerce a la izquierda en el cruce de palabras. Entra en la frutería para aspirar el olor de los tomates que crecen en los niños, una puerta trasera que abre la plaza, llena de nubes, y si te sientes perdida sólo tienes que dejarte llevar, flotar sobre las terrazas de agua, palpar con los dedos en el aire, sus líneas que surcan y te llevan hasta las puertas de la ciudadela: los guardias son amables allí, llevan casacas doradas y sables gigantes con dientes de mamut, pero no les preguntes: ellos sólo hablan del revés y sus palabras se tuercen y caen siempre al suelo como si fuesen trozos de metal. En las calles, los gatos bailan con sus ukeleles y las mujeres que pasan al mirar sueltan sus monedas para que puedan lamer de sus platitos de leche y miel. En Truxia, las mujeres se pintan de azul sus cuellos y caminan con los escotes como sonrisas. Hay un parque inmenso donde las sandalias cuelgan como frutos de los árboles, un lago donde los barcos son de papel, una isla y su palacio de cristal, lleno de triángulos isósceles.
Puede parecer difícil al principio. 
Hay que concentrarse. 
Hay que aprender a olvidar. 
Cerrar los ojos para empezar a ver. 
A mí me pasó por la noche, cuando todos bebíamos con las jarras del revés. Las mesas eran enormes como barcos y las camareras traían ocho jarras en cada brazo, salpicando, desparramando alegrías cuando se inclinaban sobre la mesa y en sus escotes podías ver los dibujos que los niños pintaban con acuarelas al otro lado de la barra. Bebimos de un trago la cerveza. Y el truco era este: cuando la cerveza se terminaba, ponías la jarra del revés y volvías a beber el líquido del otro lado. Sabroso. Gélido. Claro, había que aguantar el ardor del primer intento, y Eric se desplomó sobre la mesa y empezó a roncar. De alguna forma, todos miramos sus ronquidos, como hilos de seda que salían de sí e iban a enlazarse con el sonido de la banda que, allá al fondo, empezaba a tocar un vals improvisado de contrabajos y un laúd. Los ronquidos de Eric llevaban el compás, y la banda tocaba por encima como si caminase sobre cada una de sus respiraciones. 
El segundo en caer fue César, y luego Agustín, y al final sólo quedábamos dos en una mesa llena de marineros aplastados y cigarrillos que se apagaban en la madera. No había otra más. ¡Ronda! ¿Cuándo terminaríamos de beber? La camarera volvió con tres jarras enormes. Dos para nosotros, una para ella y su final de turno, y en su escote estaba escrito el poema del viento que siempre intento recitar por las mañanas y que, normalmente, se me escapa de entre los labios y sale por la ventana para perderse por las calles de la ciudad. El poema del viento estaba allí, entre sus tetas, al menos sus primeros versos (canción canción, canción que guardas secretos) porque la estrofa final se escondía debajo del último botón de su camisa y ella sonreía, claro, sabiendo que lo que se esconde es lo que hay que recoger con los labios, bebiendo de ese otro manantial. Alzamos las jarras, los tres, y las jarras chocaron en el aire, salpicando palabras que caían como gotas sobre la mesa y aullaban animando el solo de un contrabajo que aporreaba cerca de las puertas del baño. Ella nos miró, la camarera, bebiendo el último sorbo del revés, inclinando la boca hacia los labios que esperaban, cuando cerré los ojos y al abrirlos, ella ya no estaba allí. Y el otro tampoco. ¿Quién me había acompañado en el último trago? No recordaba su nombre. A lo mejor había estado solo, a lo mejor el otro se había fugado con las palabras de entre sus tetas y ahora las estaría arrancando para leer su final, para saborearlo como un postre lleno de fresas y azúcar.
De verdad, era todo un poco confuso. La banda hacía su descanso y los ronquidos de Eric también. Sentía las mejillas llenas de tomates, hinchadas, como si en cualquier momento fuesen a crecer brotes y enredaderas de entre los poros de mi piel y pudiese sacar de allí alguna semilla para plantar más tarde. Pensé, necesito frío, claridad. No. Ese es el problema, en realidad necesitaba caminar despacio hacia el baño, esquivando otras mesas, sorteando instrumentos de otras bandas que se amontonaban en el suelo, esperando a que saliesen de las parejas los tornos, esperando a que el laúd terminase de mear, esperando a que el espejo del baño se empañase con mi aliento, cuando descubrí las letras ahí escritas que algún dedo sinuoso había dejado como un recado, para mí, para cualquiera.

Canción canción
canción que guardas secretos,
hincha la vela en tus pezones
suelta el grito de libertad.
Ahora,
en un momento,
la tierra al otro lado del agua
aparece la ciudad y en su nombre,
Truxia,
bebe de mis carnes.
  
Cuando salí del baño todo era una sonrisa. Qué otra cosa podía ser. El bar se había vaciado de instrumentos y de mesas. Los gatos se habían subido a la barra y observaban el sonido de mis pasos. En el centro, ella parecía esperarme. Sus palabras desenfocadas en el escote, inservibles ya. Su cuello pintado de azul. Su sonrisa abierta, gigante, como un túnel al que me acercaba despacio, un poco temeroso, pisando suavemente no fuese a caer. Una sonrisa que se abrió del todo cuando estuve a punto de rozar, la boca de una ballena azul, tragándome, en negro al principio, oscuro, revolcado entre las aguas, salpicando arbustos y algas que se me enredaban entre las manos, yendo a caer al borde de la playa donde, con sus sombrillas y sus sables de mamut, los guardias esperaban para darme la bienvenida: una jarra de bronce donde el líquido nunca se puede terminar.
Lo primero fue beber (no hay nada más rico). Lo segundo, intercambiar palabras con mis manos para reconocer que el sitio era también para ellas. Lo tercero, ahora sí, fue pensar en ti, quienquiera que seas. Sentir que ese sitio te pertenecía de la misma forma, que también había un lugar para tus manos y tus miedos, para tus sonrisas llenas de tomates, para las palabras que a ti también se te escapan por una ventana cuando, cada mañana, intentas recitar al viento y la ciudad se lo queda para sí.
Sí. Las palabras son un mapa lleno de aire. Un dibujo salpicado sobre tu piel. Ellas conocen el camino, pero hay que dejarlas respirar. Tuerce a la izquierda en el cruce, una puerta trasera, aspira el olor. Claro que sabes el camino a Truxia. Empieza cerrando los ojos.

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