martes, 31 de marzo de 2015

Soy una maravillosa herida que se abre para sangrar, ese liquido que alimenta a los muertos y a nuestros ancestros y solo puede tener un nombre de inconfundible sabor marino.
Soy ese líquido que empapa mis entrañas de un extraño furor, vivo y cristalino, que encoge solo cuando en una confidencia a mis hermanos, hablo de él.
Porque es un secreto que cualquiera esconde, una mirada llena de matices calcedonios, una gigantesca cúpula de cristal bajo la cual se alzan los arboles mas grandes de la primavera.
Soy un microbio inundado de sal de baño, soy esa herida en el mundo, el único percusionista de una banda de jazz que clama por las calles la vuelta de cada flor para cada dama.
Soy una maravillosa herida que se abre para sangrar. Y una vez abierta, nunca para.

lunes, 30 de marzo de 2015

Soy un lobo que camina entre higos aplastados, por un campo de remolachas que se extiende hasta el sacromonte, rodeado de árboles en fila que parecen todos ellos magullados por un viento que en realidad, ha tiempo murió.
Soy un lobo con el peso del amor en mis mejillas, abriendo camino tan sólo por caminar, quizá, para olvidarme de que hay otros que también existen, quizá, para encontrar un vaso de plata donde sus mejillas reflejen, a lo lejos, colgando de una estrella, hablando de luciérnagas con una luna que no deja de bostezar. Todas sus sonrisas. Todos sus piñones. Todo el calor que se encendía en sus mofletes, como los yunques que preparaban la espada que me cortó en dos, cuando abría sus carrillos para sonreírme, a punto de susurrar cualquier nimiedad.
No sé por qué camino. No sé por qué digo que son remolachas los sombreros de esta otra gente que me roza (tan sólo el hombro, tan sólo el dedo meñique que siempre se me escapa, rebelde, hacia otro lugar), los árboles estas farolas de gas que apenas parpadean, los higos. Los higos son todo lo que pueden ser, pero no son nada sin sus sombras, en esta ciudad donde cada hombre lleva el peso del mundo en sus hombros, algunos en mochilas, otros colgando como trenzas que se alargan, otros tantos como yo, escondidas sus toneladas de amor bajo capas de piel y mejillas que siempre vuelven y siempre resisten.
Nadie se ve y quizá por eso me detengo. Tengo que parar para coger aire en esta bomba que se hincha y se abre muy dentro (muy abajo), y me detengo, frente a los espejos de una casa que siempre parece del revés. Nadie se mira en sus espejos, quizá, porque todos comprenden que el reflejo será siempre más valioso, más profundo, indudablemente más bello, pero un reflejo al otro lado: inalcanzable objeto de deseo lleno de dolor. Un reflejo que me mira y pestañea cuando cierro los ojos; un reflejo que alarga su fino dedo de mermelada y pastel que no puedo probar; un reflejo que cierra sus contornos cuando yo abro los míos, y camina, camina suavemente (casi bailando) por el resto de espejos que se enredan como la hiedra en la fachada de esta casa puesta del revés. No puedo seguirla hasta donde me llevan sus pasos. Es imposible, es inmaterial. El otro no existe más allá de esa puerta, y cierro los ojos abriendo el dintel, abriéndome paso por el basurero que, en el interior, muestran sus paredes.
Ella no puede existir aquí dentro. Sólo existen sillas mahometanas con los cojines manchados de sangre, una mesa de alabastros partidos y maderas rotas que ya no sostienen, dos cuadros que se tuercen llenos de orzuelos en la pared, un candelabro que, seguramente, iluminó en otro tiempo a todos los niños perdidos que se arrejuntaban aquí en torno al fuego, contando historias llenas de silencio en las noches más especiales que nadie podía compartir. Pero recorro las habitaciones, los muebles destrozados, las camas cuyo dosel se vino abajo por el peso de un polvo que nadie podía remediar, las ventanas tapiadas tras esos espejos que, ahora lo sé, se quedan afuera para envolver lo que aquí nadie debería ser dado a ver. Porque en la muerte, los otros se esparcen y desaparecen como el agua se esparce por una superficie de coral. Y sólo quedan trastos irremediablemente llenos, este vaso de plata que ahora sostengo frente a mí, sin líquido alguno ni ambarino, nada más que el aire o las partículas que lo sostengan, irremediablemente inservible, lleno para siempre de la última mano que lo bebió, sin ningún otro reflejo que mostrar. Ella no puede existir entre estas paredes y ni siquiera sé si ya la busco, si estudio sus pestañas que sé perdidas, muy cerca, en alguna bocacalle o escalera, sentada en su interior, seguramente con una botella de vodka entre sus piernas delgadas que nunca dejaban de sonreír.
No quiero más reflejos, no quiero más espejos donde mirarla evanescente, perdida, angosta entre los marcos que siempre pierden un milímetro de su figura al traspasar la imagen de uno a otro. No podría soportar otro reflejo, no esta noche. Y quizá por eso me detengo en la puerta, me hundo en la puerta, en la espera, de quedar, entre las paredes de la muerte, entre trastos rotos que se amontonan por los pasillos, de salir, entre farolas que humeen las mentiras y esos sombreros que apenas me rocen al pasar, un roce ya sin significado (tan remoto su sentido común), quizá, salir a esas calles, entre remolachas que se extiendan brillantes hasta el sacromonte, donde ella podrá tener su castillo y su baraja, jugando cada noche con miles de tipos que apuestan fuerte pero que nunca la intimidan. No, esa es su historia, esas son sus cartas. Todos tienen una. Detenido en la puerta, dentro de esta casa infame, me siento, me hundo en los techos de cada pared, me diluyo en esta hoja de porcelana que se escribe sola sin detenerse, desaparezco como el mundo, sin sollozos, como un sueño en el que la última imagen fueron sus cejas torcidas e irregulares, las únicas que vi así, las más bonitas que ningún reflejo pudo nunca haber dado.

viernes, 6 de marzo de 2015

Volver a un lugar donde todo está cargado.
Cada pared que pesa de azul, pequeña.
Cada estantería que contiene una mota en apariencia diminuta, minúscula,
arrojada a este suelo de moquetas duras y apaleadas donde solía tumbarme para soñar.
Te pido que me creas, porque sólo puedo contarlo para ti.
Observo cada mota, me tumbo, me esparzo, me deshago sobre esta moqueta para mirar de cerca lo que me dijiste: soy yo.
No, no puedes estar aquí pues no deseo nada más que el misterio.
Y esto no es, el lugar donde nacen los caballos ebrios y los monjes que esperan la palabra.
Esta no fue tu cuna ni tu caldero.
Cómo podría serlo, si las motas no se pueden mover, si te lo dije y no me creíste: las motas son diminutos yunques de hormigón que atraviesan el tiempo y se clavan entre nosotros.
Entre tus ojos,
siempre amarillos,
que me esperan junto a la brisa del mar, en aquel desfiladero.
Tu oleaje.
Tu tersa manta que me atraviesa en dos.
Tus piernas diminutas que parecen derretirse entre mis dedos de chocolate.
Me dijiste: búscame.
Y estoy aquí, tumbado sobre la moqueta para saber si soñé con este momento, si te soñé volviéndome a soñar.
Y espero,
espero,
pero sólo hay ruidos de alcantarillas, martillazos al atardecer,
y no apareces ni te muestras entre las sombras de una habitación que manchó de carmín mis venas.

No hay nada que agarrar, no hay asideros ni volcanes que escupan la sandalia en recompensa.
No: este no es lugar para volver, mi pequeña.
Este no es tu lugar sino un torbellino que algún loco pensó construir a su alrededor.
Estas son paredes de gloria antigua que me observan dejándome atrás.
Estas estanterías que recubren los ladrillos que alguien, una vez, osó pintar del color del mar.
Una lagartija que aparece y vuelve a desaparecer entre una mota.
Una mosca que algún día intenté seducir con palabras pluscuamperfectas y que yace aplastada, a mi lado.
Un animal que se pasea desnudo por los solares de mi habitación y se encarama a mi espalda aún tumbada.
Sí, pequeña, aún sigo aquí.
Porque esta es la trampa del destino.
Volver para arrastrarse.
Volver y que el peso te tumbe sobre una moqueta dura y apaleada de otros días ya pasados.
Que sólo me quede la imagen de tus ojos que me esperan junto a la brisa del mar.
Tu oleaje, entre las rocas.
Tus cortos mechones que me clavan en dos.
Tus brazos diminutos que parecen derretirse cuando los imagino levantándome, ahora, alzándome como un yoyó por encima del suelo y la moqueta.
Por eso te pido que me creas: sigo aquí,
y es imposible.

jueves, 5 de marzo de 2015


De verdad parecía que le salían alitas por la espalda.
Alitas diminutas, como si una mosca o una libélula que cuando la ves y la piensas dices, si ni siquiera mueve el aire para volar, porque claro, no necesitan nada para volar si ya de por sí vuelan, pero aquel hombre no tenía alitas de por sí: le salían. Y al principio era raro comprender (pensar) que le salían alitas de la espalda porque estaba sentado con los pies dentro del agua mirando el lago sin nada más que hacer que mirar el lago. Creo que no era que esperase nada, nada en particular, ni que estuviese matando el tiempo como suele decir mi madre cuando pone una peli y dice, vamos a matar el tiempo un rato. En realidad, creo que había algo en el lago que podía reconocer y como él no se daba cuenta de que le salían alitas en la espalda, todo era sencillo.
Podría ser que estuviese muerto aunque tampoco habría cambiado mucho su mirada sobre el lago y es que siempre me digo por las noches que estar muerto es como estar en un sueño larguísimo con esas imágenes que vienen y van y sólo puedes abrir la boca un poco y dejar que caiga la babilla así como en hilillo mientras esas imágenes te pasean por la hierba. Por eso no habría cambiado mucho, porque él miraba el lago y nada más, y también miraba el lago y todo más, vamos que creo que había una relación directa entre que el señor del sombrero mirase el lago de esa forma y que le saliesen esas alitas en la espalda que sólo yo veía (no porque sea especial, sino porque no había nadie más allí y yo acababa de comprarme un refresco en una máquina vieja y me lo tomaba despacio observando la espalda del hombre con sombrero que tenía los pies en el agua del lago).
Al final no pude evitar y me olvidé del refresco y supongo que quedó en una de esas mesas de madera que son como de picnic y que cuando no hay nadie parecen señales tráfico o señales de que hubo allí una guerra o una catástrofe o algo así, y por eso creo que me olvidé el refresco, porque me levanté despacio, muy muy despacio, como si tuviese miedo de que las alitas desapareciesen de la espalda del hombre si hacía algún ruido o algún movimiento brusco y me acerqué, lentamente. Las olí, u olí su espalda o la espalda-alitas que yo creo que venían a ser lo mismo y al olerlas era como si las tocase y las viese y todo a la vez y me di cuenta de que el hombre movía los pies dentro del agua con un ritmo muy constante como si allí debajo hubiese una bicicleta y él estuviese pedaleando para llegar a lo más profundo del lago, lo que era un poco extraño porque si pensaba en alas de libélula pensaba verle volar y si pensaba en los pies pedaleando pensaba en verle hundirse (también puede que sea lo mismo pero en diferentes planos). El problema es que me entraron ganas de olerle los pies para ver si olían como las alas y podía tocarlos y verlos sin tocarlos en realidad y, bueno, me incliné demasiado y el hombre pegó un respingo: el sombrero le cayó al agua y se le puso cara de enfado comprensible pero también una cara como si le hubiese pillado su madre a media faena de automanoseo, lo que me sorprendió un poco y enseguida me noté muy rojo como cuando me dicen qué dedos más monos y pensé en salir de allí o por lo menos disculparme pero en vez de eso le dije:
-Espero que haya encontrado al pez pájaro antes de.
Y él me interrumpió con los ojos como enredaderas que me iban cubriendo todo el rostro:
-Siempre. Un placer.
Y se tiró al agua creo que a buscar su sombrero, pero el sombrero seguía allí a pocos metros flotando y al hombre no se le veía por ningún lado. Por un segundo tuve un poco de miedo de que se fuese a ahogar pero luego comprendí (yo creo que sin pensar) que si tenía alas en su espalda también tendría branquias en los dedos y no los había visto por eso de fijarme todo el rato en su espalda y luego en sus ojos que eran verdes y enredaderas. Me sacudí, pero era raro, como si la piel fuese también musgo y no pudiese sacudirme del todo, así que seguí caminando bordeando el lago para ver si veía al hombre en algún momento.

No le vi, y tampoco sentí pena por él ni porque ya no estuviese allí, lo que sentí fueron unas ganas enormes de quedarme millones de horas de día y de noche mirando la superficie del lago, que se había vuelto plato, a ver si veía algún pez pájaro de repente, pero pensé en mi madre y pensé que le daría mucha pena no volver a pedirme que bajase la basura o que viésemos una peli tranquilamente después de una cena rica, así que seguí caminando y al final di la vuelta entera al lago y volví a casa.