viernes, 3 de abril de 2015

Cuántas veces pensé en ese cordero que se detenía arriba de un campanario, observando las motas de hombres que se deshacían ahí abajo, observando los charcos de abrigos y camisetas y calzoncillos que caían desde las nubes donde todos se desnudan. Pensé en ese cordero porque quería ser así, un observador desde la punta de un campanario, simplemente apuntando a granel la historia que pasaba por delante, las plumas que flotan cayendo levemente desde las manos de guantes serenos que miman todo el follón. Quién era el cordero sino un ojo, una lente que acopiaba los reflejos, que podía decir: ella salió de entre las ramas de un capó, ella cuyos ojos se abrían para el mundo, de pronto, viéndole caminar como un saltamontes averiado por entre los coches, ella que le siguió por la calle, tendiendo sus dos piernas para que apoyase todo el dolor, un dolor que se compartía, un dolor que se enyesaba como en lo alto de un andamio donde la obra siempre está a medio empezar. Un ojo que podía decir: él se escurrió como un riachuelo de heridas, él apareció en mitad del parque para terminar todas las latas de cerveza, él aplastó las piedras contra la luna, gritando con los labios cerrados, esperando que algo sucediese como un árbol puede acontecer, cuando la vio, como un reflejo en el lago del parque, bailando con el fuego que giraba desde sus manos, entre sus dedos pequeños de mantequilla y aguarrás, un fuego que iluminaba sus ojos enormes y ligeramente caídos que le daban el aspecto de un payaso triste que no puede dejar de sonreír. Un ojo que podía decir: ella sintió la brisa en una mano, ella sintió que todo podía correr como un galgo que se pierde a toda luz por el desierto, ella vio sus manos que apretaban las hojas de una parra y supo que el galgo se perdería y que el galgo acabaría tendido a la busca de un oasis que nunca existe y que el galgo yacería hincando sus pulmones en una última lluvia de estrellas, pero supo que sería un galgo que había visto al último mohicano danzar entre las balas, supo que sería un galgo como no podía ser de otra forma y por eso ella se acercó y apretó a su lado las hojas de una parra con la que todo podía comenzar.

Cuántas veces pensé en el cordero, intentando levantar los papeles para llegar hasta esa punta del campanario desde donde pudiese ver. Cuántas veces repetí esa palabra, ver ver ver. Nunca pensé que la palabra cambiase, desde mí, y se convirtiese en, hacer hacer hacer. Nunca imaginé que el cordero podría ser atravesado por el tronco de un sauce, por la punta de un buque varado en alta mar, por la astilla más fina de los bordes de una piragua. Las moscas hacen ahora su trabajo. Las voces hacen la canción de la palabrería. Mis manos hacen ahora lo único que aprendieron, intentando trepar por una pared lisa donde ya no se esconde la atalaya de observación sino la cárcel de un secreto: cómo rozar sus manos en la hoja de parra sin que todo desaparezca.

Cuántas veces pensé, y ahora sólo pienso en el desierto para zambullirme entre sus pecas, muy dentro de sus ojos, en la arena de sus carnes, esperando todas esas balas que se lancen contra mí.