lunes, 15 de diciembre de 2014

Comíamos sobre un puente.
Comíamos y bebíamos y dormíamos sobre un puente.
Pero en realidad flotábamos, en realidad las notas que tocaban (casi solos, casi como en un encantamiento) nuestros instrumentos y nuestras voces y nuestras panderetas y chismes varios a veces sacados de la basura, parecían perdurar, y cada nota perduraba posándose, capa sobre capa, en cada una de las piedras del puente. Es difícil decir cuánto tocábamos, cuándo tocábamos y cuándo descansábamos subidos a una baranda, balanceándonos sobre un río que parecía contener toda posibilidad remota que el puente nos iba a ofrecer, es difícil decirlo porque a veces no hablábamos (y podían ser horas) y creo que en realidad mirábamos las notas, como plumas, las notas, como abetos, las notas, como escarcha que crecía entre las junturas, en los bordes, como una membrana que parecía separar la realidad y abrir un hueco, un diminuto orificio, por donde podíamos mirar (y mirábamos) el mundo que las notas nos abrían. En ese mundo había galgos corriendo libres por un campo de asteroides, entre ramas bajas que saltaban y esquivaban, tan ágiles, tan estéticos cuando se cruzaban con una liebre y la observaban seguir en otra dirección que en realidad te dabas cuenta de que no corrían para atrapar algo, que corrían porque sí, y en ese correr parecía desarrollarse toda la voluntad que sus piernas y sus lenguas agitadas esperaban del momento, de ese tan esbelto y diminuto acontecimiento. Quizá por eso corren, tan sólo por moverse, tan sólo por ser, susurraba alguien, un oboe, un saxo alto quizá, apoyados nuestros cuerpos en las piedras, y había veces que nuestros ojos chispeaban y nos dábamos cuenta de que una madre y sus tres hijos aplaudían una canción oscura y flamenca que nuestras manos habían preparado sin pensar, y veíamos un estuche abierto que contenía monedas y otras cosas extrañas que los galgos parecían dejar a su paso: encontramos sellos antiguos de una carta de amor, tornillos que una vez sirvieron para armar las mesas de un convento, pañuelos de seda que olían a azafrán, la punta de una coliflor que un niño dejó en su camino, una caja llena de hormigas que miraban sin pestañear.
Hubo un momento en que el hueco se hizo enorme, ese hueco por donde podíamos ver, observar algo que era incomprensible y al mismo tiempo tan común y cotidiano para nuestras cabezas llenas y vacías de notas sincopadas: un hueco enorme, sin galgos, sin campos de maíz, otro mundo donde sólo una mano enorme se agitaba en el aire, tocando cuerdas y notas sostenidas, en un paisaje oscuro, vacío de toda luz salvo la que las uñas pálidas emanaban al tocar un acorde de do menor, con los tendones arqueados y los nudillos que parecían cordilleras nevadas en las puntas. Todos vimos la mano, eso seguro, y en ese instante dejamos de tocar. Quizá para eso habíamos ido y todos teníamos sonrisas que nos cruzaban los brazos y nos erizaban los pezones.
Recogimos despacio los instrumentos, la liturgia del después, los paños que limpiaban las cornetas, las zapatillas en cada clave, las cañas de mascar. Recogimos cada moneda que personas invisibles nos habían echado. No las contamos, las dividimos al azar. Salvo las pequeñas, los centimillos que quedaban como motas de nieve que nuestras manos apretaban, un último tacto, una última presión, justo antes de soltarlas en ofrenda y esparcirlas sobre la piedra.
El puente nos ha dado, ahora nos toca a nosotros devolver.
Y mientras caminábamos alejándonos todavía se escuchaba a lo lejos el tintineo de los centimillos rebotando sobre las piedras del puente, con un sonido metálico y agudo que se aunaba en las notas, en cada capa, produciendo una armonía de instrumentos sin fin, como si esa mano gigante tocase al mismo tiempo las cuerdas inmortales de nuestros cuerpos y un piano invisible que temblaba en el borde del puente, entre dos mundos.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Mira arriba, el silencio flota verde
y tú te irás.
Un silencio un fantasma musgo alrededor
y tú te irás.
Como si un pañuelo unas medias dos tangas que quedaran
y los armarios muertos bajo las sábanas pulidas
y las paredes con todos sus días dentro.
Pero la mañana es fuerte y allá, el sol.
Un mañana cálido en un ventanal,
quizá, cuando todo vuele.

Mira arriba, el silencio ya cae con las babas,
con los labios espesos,
sobre las barriadas de cortinas caídas,
y sólo queda
tu mirada como un espacio sin profundidad.
Tu ojo vendaval que sopla o se detiene,
que no siente las mareas calientes que lo puedan fundir:
nadie es cualquiera
y alguien es la muerte
y tú te irás.

Mira abajo, mira tu rastro de perdigones fatídicos
cuando te vayas.
Un abismo sin color
Una manta sin geometría que la sostenga
Un agujero donde nada puede caber
si no está vivo.
Y por eso,
si nadie es todo
y alguien cae,
tú ya te habrás ido,
en silencio, espero, en soledad.



lunes, 1 de diciembre de 2014

Me chifla eso de abandonar, en serio, abandono todo lo que puedo. Desde ancianas en silla de ruedas a mitad de un paso de cebra hasta gatitos siameses entre las ramas de uno de los bosques del norte. Abandono media letra a medio gozar para salir corriendo con gestos de payaso por la ventana y abandono amigos que fueron piel por eso de que la piel también se cae. Abandono mis dietas y algunos supermercados, manifestaciones cívicas de alta concentración juvenil, correccionales, tiendas de videojuegos y salas de fiesta e incluso abandono trabajos siempre con la misma sonrisa de satisfacción cuando le presento al jefe mi abandono y él responde, ¿qué?, abandono, ¿qué?, abandono, y su cara se hincha y sus cejas son carreteras llenas de baches y hay, estoy seguro, un osito de peluche que crece como un zepelín dentro de su corbata, o en realidad, dentro de la de todos. Un osito de peluche con ojos de lentejuelas y una manita al aire que dice, ¡soy yo!, ¡soy yo!, ¡miradme qué suave y bueno soy!, pero cuando alguien suelta un abandono, al osito de peluche se le cae la lentejuela de entre las piernas y suelta obscenidades como cobayas de mala hostia.
Puedo abandonar lo que me pidas, resultados científicos o metonimias espaciales, pero todavía soy incapaz de abandonar a la materia. Qué puedo decir, no se me da bien con esa furcia. Me intento cortar un dedo (sólo por probar) y mi mano izquierda siempre falla, a posta, seguro, con una sonrisa inversa que me da desde ahí abajo, socarrona y falta de sentido. A veces incluso me tiemblan las piernas cuando trato con algún macarra, bien pagado, que enhebra un cuchillo islandés en todo lo alto a punto de cercenar la mano de mi brazo. Claro, en el último momento le digo que pare, por eso de poder seguir tocando carne cuando apetezca, y un instante después lo pienso mejor (maldita carne) y el macarra ya se ha ido, caminando como un zancudo, con un par de billetes sonrojados que le harán las fiestas del mañana. Puedo abandonarme a hoy, puedo abandonar el ayer: el tiempo me trae sin cuidado porque en él todo se eleva y se abstrae y todo se convierte en una pelusa que flota en el aire, una pelusilla que puedes barrer, o no, que puedes aspirar, o no, y en general, si quiero abandonar un mañana, me tiro a la bartola en el sofá de un hotel hasta que los guardias me dicen que las piernas huelen a chamusquina y que tengo que pagar la consumición. ¡Otra vez la maldita furcia viniendo a tocarlas! En serio, a veces intento no pensar en ella, a veces trato de que mis manos no toquen, no palpen, no ensucien el ocaso de ese día con un pedazo de teta o un pedazo de pastel de puerros, pero en cuanto las meto en un bolsillo, bien encadenadas, me doy cuenta de que ahí vuelven otra vez y la tela de los pantalones no es otra que la misma ella con otro disfraz: escondida, diminuta o gigante, presta a jugármela vil entre caballos pardos y bolsas de basura.
Si os digo la verdad, hay una imagen muy clara de ella: es una estatua enorme, como el coloso de Rodas, pero de verdad, con sus pálpitos y sus poros en la piel, con su respiración entrecortada y sus pezones erectos sonrosados y deliciosos y el ombligo que es el hueco de la verdad, ¡ahí podría esconderme para siempre! Es una estatua gigante, viva, con las piernas bien abiertas que cubren un campo de maíz infinito, y bajo sus piernas, bajo el hueco donde podría vivir, sólo un pequeño abeto que no crece ni crecerá jamás, un abeto lánguido que clama y que llora y que a veces juega, creo que por aburrimiento, a lanzar pececillos hacia la mata de pelos que cubren la albóndiga, ahí arriba, demasiado lejos para atinar. Siempre pienso en ella, en esa estatua, cuando agarro el cuchillo islandés y alargo el dedo índice sobre la encimera. Pienso en ella y me digo: no la abandones, no seas tonto, sólo trata de colarte entre sus tetas y duerme ahí, ya verás que gustito; no la abandones, si total, en algún momento tendrás que quedarte con algo. Y cuando me digo eso estoy radiante, sonrío con todos los pelos de la barba y el cuchillo islandés lo devuelvo a su patria por correo que bien caro me costó (maldita materia). Pero he aquí lo imposible: nunca la puedes dejar, nunca la puedes tener del todo. Cuando escalas por sus piernas siempre resbalas de lo suaves que son, cuando duermes entre sus dedos gordos, ella suelta una patada y te sacude hasta el sueño, y cuando te alejas, caminando por el maíz, ceñudo y consternado, ella te llama con un silbido sigiloso para que lo vuelvas a intentar, y te guiña un ojo, desde ahí arriba, preciosa y radiante, inalcanzable, incomprensible, imposible de dejar.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Siempre están borrachos para la noche, acurrucados muy juntos unos de otros, señalando con las mingas al aire los chistes que se esconden en las estrellas, a punto de soñar, ¡que viene!, a punto de un caramelo sobre la punta de una iglesia. Cómo fue que llegaron si por entonces todas las capillas ya habían ardido. Llegaron caminando, avanzaban sobre la llanura de algodón que no termina, contando los chistes que sus braguetas alojaban durante la noche, como globos sonda que luego pudiesen respirar, la llanura de algodón, el filo de las nubes que siempre parecían a punto de caer sobre alguno. Mostaza  y pan duro, sí, pero cómo llegaron. Llegaron caminando y avanzaban con las botellas pegadas a un puño y reían, se partían, se estrujaban con cada nueva invención que la arena de las noches había preparado para ellos.
Cómo llegaron si eran tres, tan solo, tres guijarros que una mañana avanzaban por las calles de Nueva York y un mediodía decidieron cruzar la manzana hasta que encontrasen el alba, mirando tetas y escotes hasta que en las afueras sólo quedaron paradas de autobús y luego, bueno, luego tenían el sexo salvaje de cobayas escondidas en las ramas de algún bosque, apareamientos de burros entre las ciénagas, las manchas que dejaban los coyotes después de alguna masturbación, pensando, imaginando de seguro, se decían, a la Llama Rodríguez, o a la Yoli, seguramente a la Mari Portiños.
Caminaban torcidos sobre la llanura y quizá por eso llegaron, porque el viento les empujaba según quisiese soplar, casi espantapájaros sujetos al vino que algunos dejan en cestas para el invierno. Caminaban susurrando, cantando a media voz de coro isabelino las penas que una puta hubo de pasar en su esquina cuando nevaba, las madejas de lana que llevó a tejer, el banquito donde las bragas se le helaron y se quedaron pegadas al hierro, con un ¡ay mi madre!, y un escalofrío de chimichurri, para terminar con unas risas y unos sorbos, a veces señalando al viento un cuervo que pasaba guiñando el ala.
Quizá llegaron por su recuento de pezones, rememorando, imaginando mientras caminaban, pensando en el futuro que podían encontrar, la areola verde de una gipsy que resolviese la suerte echando cartas en el aire; la marca de un mordisco que algún oso le dejó cuando esa rubia puso miel sobre su ombligo; esas cachas grandes y desfasadas, esos pómulos que salían de las axilas para redondearse, casi pelirrojos, en el botón que hacía de postigo para abrir las puertas de un escote; las sonrisas desnudas de una entrepierna, pero eso no son pezones, ya, pero eso también es corazón. Quizá por eso llegaron, cuando caminaban y se acababa el vino y salivaban espuma que sabía a terciopelo: era la imagen de la Yoli o de la Mari en camisón, cuando la luz le traspasaba por la ventana y su cuerpo quedaba translúcido bajo la seda, con los dedos suspirando entre la taza de té y el pelo ocre que revoloteaba, astuto, divertido, y las piernas se abrían un poco para dejar pasar, el olor de la primavera, los cauces de un río que nunca se ha secado pero que nadie sabe dónde encontrarlo. Cómo lo encontraron.
Ahora se ríen, borrachos, mirando la capilla de la iglesia sin saber qué decir, la punta de metal sobre la campana que señala al norte, como si eso fuese una dirección, dice uno, tan desnudos que ahora parece imposible la ropa, la prudencia, el pasado. Mastican las imágenes que les llevaron hasta allí y ellos tampoco se lo explican, ¡es difícil!, por qué cojones no nos ha tocado un rayo en la coronilla y nos quedamos a medio camino, para poder descansar, un poquito, una hiena que desmembrase mis huesillos y los hiciese de metal, ¿no?, ¿fue la Llama que nos llamó una noche como un espectro? Yo creo que fuiste tú, o fue la Otra. Sí, los tres asienten, fue la Otra. Y, al mismo tiempo, la misma imagen aparece sobre la frente de cada uno: las mismas piernas tostadas y amarillas, los mismos muslos de comida de Navidad, la misma nariz que aspiraba las nubes para que no les lloviesen, el color de las abejas en su melena, el sabor de un pan tostado en la línea que les lleva hasta un pezón; la misma savia que desciende, gota a gota, alimentándoles por la noche cuando dormían con las bocas abiertas y las mingas sacadas al aire, apuntando a una estrella donde duermen los chistes y donde Ella ahora espera, pacientemente, a que algún loco se atreva a salir y vuelva al camino.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Iba construyendo anclajes para que la irrealidad se mostrase así, tal cual, en pelotas, ¡vamos!, pero dónde, dónde se escondía para jugar al escondite, desde donde alargaba sus uñas carmín para hacerme cosquillas en cada hueco de cada oreja, mi arcilla humedecida tan sólo para ella.
Daba igual, yo construía y manejaba las hojas de los árboles que caían en su fecha de caducidad. Los quiosqueros abrían sus fardos con el peso de una roca, las manchas inundaban las calles, un silbato policial, las manos, las cebras, la losa de una niña caminando enmudecida con los ojos del revés, y nadie me veía sentado en cada banco porque soy invisible cuando me pongo, así, con las hojas y aquel carboncillo con el que construía el andamio para que apareciese como una cabaretera por encima del escenario, mostrando apenas, llena de pájaros rodeados sus pezones y un loro que comía por encima galletitas y pistachos. Era para pararse en cada espacio, palpar las grietas en la acera buscando el hueco donde desaparecía cada sombra en el párpado de un ojo, de una rama, de un pequeño brote que salía del hormigón de la pared, un brote tan verde que brillaba (seguro) entre las velas de cada procesión que algunos mandaban en nombre de esposas y putas, para qué, yo no veía nada (veía sus brazos o a veces sus sobacos llenos de una cortina de musgo que parecía invitar), pero era importante seguir construyendo, zas zas, como rayas que no servían para nada salvo para seguir en el mundo invisible, y a veces compañeros aparecían silbando una canción y alzaban los ojos sosteniendo qué hay, cómo llevas eso de lo interminable.
Pero es importante:
1. la palabra no se entiende.
2. el sentido es sólo un círculo que se vuelve sobre sí mismo, siempre sonando.
3. el plano no es el mismo.
4. dónde aquí o allá.
5. cuando las manos tocan, cuando la arcilla descubra el sentido, se volverá a ir, y nunca sabremos qué pasaba antes ni qué es lo que puede ocurrir cuando las cosas cambian.
6.
Eso fue una tarde con los brazos pesados y la espera de una pera o un tomate que se derramase sobre mis dedos para sentir cada pepita, cada reconstrucción de un mundo que podía germinar desde aquello tan diminuto, sintiendo, un palmo de rama que creciese desde la uña, Pulgarcito siéntate, un tallo gigante extendiéndose en el espacio. Pero la tarde caía como una piedra en la cantera y yo también me dejé caer sobre un trozo de metal ahumado.
7.
Los papeles se manchan con la idea, siguiendo, intuyendo, qué podía construir que no estuviese ya en una imagen. Quién se podía colar en la idea de cualquier ser. Veía gorriones y albatros volando en círculos sobre la plaza del mercado. Una pierna que se estiraba, el boceto de una sombra de ojos en el párpado ajeno. Era ella la que podía estar, pero era ella la que nunca estaba.
8.
La tarde se derramaba con una salsa champiñón sobre las cuestas y todos los tristes se acercaban al puente grande para lanzar caramelos y había guías turísticos esperando al arancel, vendedores de cucuruchos mojados que estrujaban boletos de lotería antiguos en la esquina de un parque, todo lo que se podía mirar desde la calle, aplanado, qué podía esperar salvo una destrucción, yo (invisible), una caída en el olvido, sin dejar la siempre y constante esperanza de que ella pudiese aparecer.
9.

Me sumergí en una grieta donde las llaves no existían. Entre las líneas del pavimento dejé la mano de un anciano que quería ver. Me sumergí y sumergiendo llegué al tronco, con los ojos cerrados y las piernas abiertas, me senté sobre su regazo y vi, desde muy lejos, a la gente que caminaba y la gente que sonreía y la gente que se abrazaba entre los bancos y las cervezas que parecían sostenerlo todo de una manera muy especial. Todos estaban alrededor del sonido y daba igual si nadie escuchaba, si nadie prestaba atención. El sonido estaba allí, enterrado en la tierra, viviente. Ella había dejado su semilla y las almas podían cantar cada noche y volver a escapar, podían salir de caza y jugar entre ellas volando y silbando la armonía del círculo cazando las moscas invisibles que eran (antes) alimento del ser con hoyuelos gigantes que eran las formas de sus alas y las risas que parecían cometas cayendo desde la galaxia más lejana. Cada vez eran más y llegaban con más fuerza y era imposible no escuchar sus chillidos de réplica, atención, porque el mundo era imposible, lamiendo todas ellas las orejas llenas de arcilla para alimentar sus pesos y volverse a ir. Sí, se iban, mirando desde la grieta, incluso, y así tenía que ser, quizá, en otro momento, para volver.
10.
Ella siempre escapa antes de que nada pueda comprender sus senos.
11.
Sólo existen esas constructas que hacen que vuelva, a veces, como un conjuro que evapora malas ratas, como una imagen que crea lo que presenta, el silbido de buenas noches en el puente de los tristes, la reconstrucción, acaso parcial, para que uno, alguno, tal vez (un poco despistado como yo) vuelva a subirse al andamio y pueda caer por entre la grieta.




jueves, 14 de agosto de 2014

Sólo podía mirar al suelo, las piedras que brillaban la lona de la cuesta que bajaba en diagonal, casi un giro, casi un suspiro de la ciudad donde construían los gigantes.
Sólo miraba al suelo y las bicis los monociclos los dos o tres taxistas que se atrevían a subir hasta allí me atravesaban como al viento que se lleva los granos de la adolescencia, pero el tiempo es duración (dijeron las voces que me cogían a veces de la mano), el tiempo mea bourbon escocés (dijo ella) y yo no dije nada porque las palabras se me velan si no las veo en el fondo de un mar transparente y aquello sólo eran piedras o mis dedos que seguían bajando por la cuesta milenaria, piedras que brillaban en diagonal, lascas deslizantes de millones de pies y trasiegos borrachines, pedruscos redondeados que se me clavaban en la planta como si no fuese ese el mundo por donde iba caminando, desde muy lejos, todo, mis ojos, en la puerta de un jardín que se ocultaba entre las nubes, viendo las manchas de su vestido que sacudía un poco por delante de mí; mis dedos, desde arriba del monte sacro que oteaba la ciudad, alargándose para tomar su codo que se erguía como un pedestal entre las zarzas y farolas y las puertas del camino; mi ombligo, tan cerca del aire y tan fuera de toda la casualidad que se seguía entre las piedras, intentando asir el hueco donde ella era cóncava y el puesto era convexo para que lo pudiese ocupar, pero al final, verbigracia!, las piedras se traicionaron de la misma forma que la basura siempre apesta en una esquina y una roca resaltante con chicle adosado en la punta se apoyó sobre mis labios y empujó mi pie estéril y mis dedos se torcieron y todo lo que tuve que hacer fue gritar, ay que me caigo! justo cuando sus dedos se acercaban casi a punto y su mirada se giraba hacia mí como la más grande de las niñas pequeñas que juegan en los parques, justo cuando sus tobillos sonreían para jamás y el tiempo se zambullía entre sus piernas sudorosas.
Zas!
Así fue el abrazo a un milímetro de la muerte, de las nubes y el aire de la distancia final-inabarcable. Ella sudaba por detrás de las rodillas y le temblaban los labios con un que te mareas chavalín, pero por mucho que conociese el miedo, por mucho que las flores fuesen su nombre entre las nieves tragaldabas, sus orejas eran grandes y succionaban el viento alrededor y de entre sus pechos, aullando, salían los coyotes que esparcían la gracia de un pezón y correteaban por las calles y las aceras llenas de repartidores de pizza somnolientos. Las piedras sólo eran burbujas donde sus dedos me sujetaban y el final de la cuesta se veía por fin en un recodo del zigzag.
Allí estaba el Gordo, con sus capas adosadas una encima de otra en el sudor pegajoso que lo unía en un todo balancín, bamboleándose de aquí para allá como si un borracho intentase bailar consigo mismo al espejo y muy despacio, en cada transpiración de cada salchicha que salía por su cuerpo, ponía las mesas de plástico frente a la plaza sin dejar de fumar un cigarrillo que parecía eterna ceniza humeante a punto de caer. Justo cuando nos sentamos aparecieron las cervezas y justo cuando bebimos se me ocurrió el azar, el mar transparente en el que residía un segundo de cada vida que era el suficiente se abría en una franja con la palabra de un canto nuevo, quizá.
Yo soy el conde (dijeron las voces).
Tú eres la cumbia, mulata.
Pues ponme otro botellín (y sonreía con las manos abiertas y las cejas apretadas hacia mí), pero el conde de qué?
El de la verruga amarilla.
De la falda escocesa.
De la liebre que vuela mirando hacia atrás.
El del asiento ocupado.
O el del monte más cercano.