sábado, 22 de noviembre de 2014

Siempre están borrachos para la noche, acurrucados muy juntos unos de otros, señalando con las mingas al aire los chistes que se esconden en las estrellas, a punto de soñar, ¡que viene!, a punto de un caramelo sobre la punta de una iglesia. Cómo fue que llegaron si por entonces todas las capillas ya habían ardido. Llegaron caminando, avanzaban sobre la llanura de algodón que no termina, contando los chistes que sus braguetas alojaban durante la noche, como globos sonda que luego pudiesen respirar, la llanura de algodón, el filo de las nubes que siempre parecían a punto de caer sobre alguno. Mostaza  y pan duro, sí, pero cómo llegaron. Llegaron caminando y avanzaban con las botellas pegadas a un puño y reían, se partían, se estrujaban con cada nueva invención que la arena de las noches había preparado para ellos.
Cómo llegaron si eran tres, tan solo, tres guijarros que una mañana avanzaban por las calles de Nueva York y un mediodía decidieron cruzar la manzana hasta que encontrasen el alba, mirando tetas y escotes hasta que en las afueras sólo quedaron paradas de autobús y luego, bueno, luego tenían el sexo salvaje de cobayas escondidas en las ramas de algún bosque, apareamientos de burros entre las ciénagas, las manchas que dejaban los coyotes después de alguna masturbación, pensando, imaginando de seguro, se decían, a la Llama Rodríguez, o a la Yoli, seguramente a la Mari Portiños.
Caminaban torcidos sobre la llanura y quizá por eso llegaron, porque el viento les empujaba según quisiese soplar, casi espantapájaros sujetos al vino que algunos dejan en cestas para el invierno. Caminaban susurrando, cantando a media voz de coro isabelino las penas que una puta hubo de pasar en su esquina cuando nevaba, las madejas de lana que llevó a tejer, el banquito donde las bragas se le helaron y se quedaron pegadas al hierro, con un ¡ay mi madre!, y un escalofrío de chimichurri, para terminar con unas risas y unos sorbos, a veces señalando al viento un cuervo que pasaba guiñando el ala.
Quizá llegaron por su recuento de pezones, rememorando, imaginando mientras caminaban, pensando en el futuro que podían encontrar, la areola verde de una gipsy que resolviese la suerte echando cartas en el aire; la marca de un mordisco que algún oso le dejó cuando esa rubia puso miel sobre su ombligo; esas cachas grandes y desfasadas, esos pómulos que salían de las axilas para redondearse, casi pelirrojos, en el botón que hacía de postigo para abrir las puertas de un escote; las sonrisas desnudas de una entrepierna, pero eso no son pezones, ya, pero eso también es corazón. Quizá por eso llegaron, cuando caminaban y se acababa el vino y salivaban espuma que sabía a terciopelo: era la imagen de la Yoli o de la Mari en camisón, cuando la luz le traspasaba por la ventana y su cuerpo quedaba translúcido bajo la seda, con los dedos suspirando entre la taza de té y el pelo ocre que revoloteaba, astuto, divertido, y las piernas se abrían un poco para dejar pasar, el olor de la primavera, los cauces de un río que nunca se ha secado pero que nadie sabe dónde encontrarlo. Cómo lo encontraron.
Ahora se ríen, borrachos, mirando la capilla de la iglesia sin saber qué decir, la punta de metal sobre la campana que señala al norte, como si eso fuese una dirección, dice uno, tan desnudos que ahora parece imposible la ropa, la prudencia, el pasado. Mastican las imágenes que les llevaron hasta allí y ellos tampoco se lo explican, ¡es difícil!, por qué cojones no nos ha tocado un rayo en la coronilla y nos quedamos a medio camino, para poder descansar, un poquito, una hiena que desmembrase mis huesillos y los hiciese de metal, ¿no?, ¿fue la Llama que nos llamó una noche como un espectro? Yo creo que fuiste tú, o fue la Otra. Sí, los tres asienten, fue la Otra. Y, al mismo tiempo, la misma imagen aparece sobre la frente de cada uno: las mismas piernas tostadas y amarillas, los mismos muslos de comida de Navidad, la misma nariz que aspiraba las nubes para que no les lloviesen, el color de las abejas en su melena, el sabor de un pan tostado en la línea que les lleva hasta un pezón; la misma savia que desciende, gota a gota, alimentándoles por la noche cuando dormían con las bocas abiertas y las mingas sacadas al aire, apuntando a una estrella donde duermen los chistes y donde Ella ahora espera, pacientemente, a que algún loco se atreva a salir y vuelva al camino.