lunes, 23 de febrero de 2015

No sé qué hacer cuando las fauces se abren
cuando los dedos señalan desde esa esquina oscura,
donde ellas sonríen con las piernas abiertas
y una espada de honestidad en sus carmines y coloretes,
un símbolo del son que son sus manos
indicando el camino donde todo puede pasar.

No sé qué hacer cuando el invierno acontece,
cuando se ocultan las señas
y el inventor de aquel barco se esparce por las marismas.
No sé qué fue de las alegrías cantadas por tango,
ni de esa pizza de corral que cogían sus dedos
(por las esquinas)
(por los bordes)
mirando desde su mundo, entreabriendo las fauces,
a punto de me masticar.

No sé qué hacer porque lo único que pienso es
que eso sería morir.
Y a veces pienso que diluirse es la opción,
pero en el fondo es lo mismo:
dejar que las fauces hagan su trabajo,
dejarlas avanzar desde su esquina oscura,
dejarlas que revienten la camisa de fuerza de una mente trabajada
(desde la niñez)
para construir el hormigón de este búnker,
dejarlas esparcir sus carmines y coloretes por todo un cuerpo
que se deshaga y se diluya y muera mientras muere
y ellas muerden.

Sí, dejarlas morder.
Aprender a escribir con nueve dedos.
Mañana, espero, serán ocho en la cuenta atrás.
Sólo para ellas y sus fauces de eterna busca
mi meñique, mi pulgar, mi ombligo.
Mostradme todo lo que acontece
en vuestra estrella de mar.