lunes, 30 de marzo de 2015

Soy un lobo que camina entre higos aplastados, por un campo de remolachas que se extiende hasta el sacromonte, rodeado de árboles en fila que parecen todos ellos magullados por un viento que en realidad, ha tiempo murió.
Soy un lobo con el peso del amor en mis mejillas, abriendo camino tan sólo por caminar, quizá, para olvidarme de que hay otros que también existen, quizá, para encontrar un vaso de plata donde sus mejillas reflejen, a lo lejos, colgando de una estrella, hablando de luciérnagas con una luna que no deja de bostezar. Todas sus sonrisas. Todos sus piñones. Todo el calor que se encendía en sus mofletes, como los yunques que preparaban la espada que me cortó en dos, cuando abría sus carrillos para sonreírme, a punto de susurrar cualquier nimiedad.
No sé por qué camino. No sé por qué digo que son remolachas los sombreros de esta otra gente que me roza (tan sólo el hombro, tan sólo el dedo meñique que siempre se me escapa, rebelde, hacia otro lugar), los árboles estas farolas de gas que apenas parpadean, los higos. Los higos son todo lo que pueden ser, pero no son nada sin sus sombras, en esta ciudad donde cada hombre lleva el peso del mundo en sus hombros, algunos en mochilas, otros colgando como trenzas que se alargan, otros tantos como yo, escondidas sus toneladas de amor bajo capas de piel y mejillas que siempre vuelven y siempre resisten.
Nadie se ve y quizá por eso me detengo. Tengo que parar para coger aire en esta bomba que se hincha y se abre muy dentro (muy abajo), y me detengo, frente a los espejos de una casa que siempre parece del revés. Nadie se mira en sus espejos, quizá, porque todos comprenden que el reflejo será siempre más valioso, más profundo, indudablemente más bello, pero un reflejo al otro lado: inalcanzable objeto de deseo lleno de dolor. Un reflejo que me mira y pestañea cuando cierro los ojos; un reflejo que alarga su fino dedo de mermelada y pastel que no puedo probar; un reflejo que cierra sus contornos cuando yo abro los míos, y camina, camina suavemente (casi bailando) por el resto de espejos que se enredan como la hiedra en la fachada de esta casa puesta del revés. No puedo seguirla hasta donde me llevan sus pasos. Es imposible, es inmaterial. El otro no existe más allá de esa puerta, y cierro los ojos abriendo el dintel, abriéndome paso por el basurero que, en el interior, muestran sus paredes.
Ella no puede existir aquí dentro. Sólo existen sillas mahometanas con los cojines manchados de sangre, una mesa de alabastros partidos y maderas rotas que ya no sostienen, dos cuadros que se tuercen llenos de orzuelos en la pared, un candelabro que, seguramente, iluminó en otro tiempo a todos los niños perdidos que se arrejuntaban aquí en torno al fuego, contando historias llenas de silencio en las noches más especiales que nadie podía compartir. Pero recorro las habitaciones, los muebles destrozados, las camas cuyo dosel se vino abajo por el peso de un polvo que nadie podía remediar, las ventanas tapiadas tras esos espejos que, ahora lo sé, se quedan afuera para envolver lo que aquí nadie debería ser dado a ver. Porque en la muerte, los otros se esparcen y desaparecen como el agua se esparce por una superficie de coral. Y sólo quedan trastos irremediablemente llenos, este vaso de plata que ahora sostengo frente a mí, sin líquido alguno ni ambarino, nada más que el aire o las partículas que lo sostengan, irremediablemente inservible, lleno para siempre de la última mano que lo bebió, sin ningún otro reflejo que mostrar. Ella no puede existir entre estas paredes y ni siquiera sé si ya la busco, si estudio sus pestañas que sé perdidas, muy cerca, en alguna bocacalle o escalera, sentada en su interior, seguramente con una botella de vodka entre sus piernas delgadas que nunca dejaban de sonreír.
No quiero más reflejos, no quiero más espejos donde mirarla evanescente, perdida, angosta entre los marcos que siempre pierden un milímetro de su figura al traspasar la imagen de uno a otro. No podría soportar otro reflejo, no esta noche. Y quizá por eso me detengo en la puerta, me hundo en la puerta, en la espera, de quedar, entre las paredes de la muerte, entre trastos rotos que se amontonan por los pasillos, de salir, entre farolas que humeen las mentiras y esos sombreros que apenas me rocen al pasar, un roce ya sin significado (tan remoto su sentido común), quizá, salir a esas calles, entre remolachas que se extiendan brillantes hasta el sacromonte, donde ella podrá tener su castillo y su baraja, jugando cada noche con miles de tipos que apuestan fuerte pero que nunca la intimidan. No, esa es su historia, esas son sus cartas. Todos tienen una. Detenido en la puerta, dentro de esta casa infame, me siento, me hundo en los techos de cada pared, me diluyo en esta hoja de porcelana que se escribe sola sin detenerse, desaparezco como el mundo, sin sollozos, como un sueño en el que la última imagen fueron sus cejas torcidas e irregulares, las únicas que vi así, las más bonitas que ningún reflejo pudo nunca haber dado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario